Concurso: “Lo que hice por primera vez después de los 40…”

¿Recuerdas tu primer beso? ¿O la primera vez que anduviste en bicicleta? ¿O la primera vez que viajaste sola? ¿O tu primer trabajo?

¿Y cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez después de haber cumplido los 40?

A nuestra edad es muy fácil caer en la rutina.  Es muy fácil vivir sin que nada nuevo ocurra.  Es muy fácil vivir día tras día en una sucesión de días idénticos.  Es muy fácil dejar de experimentar cosas nuevas simplemente porque creemos erróneamente que “ya no tenemos edad” para hacerlo o, aun peor, porque creemos que “ya lo hemos hecho todo”.

Por eso hoy te invito a participar en el nuevo concurso de 40ymas.com: “Lo que hice por primera vez después de los 40…”

¡Esta es una excelente oportunidad para inspirar a tus amigas de 40ymás y demostrarle al mundo que la edad no es una barrera para hacer lo que queremos!

Para más leer toda la información sobre el concurso,  así como las reglas y el formulario para participar haz clic aquí.

Fechas para tu calendario

  • Aceptaremos participaciones hasta el lunes 28 de febrero de 2011
  • Anunciaremos a las ganadoras durante la primera semana de marzo
  • Los textos ganadores serán publicados durante el mes de marzo de 2011

Tu voz: El deporte después de los 40

Yo insisto e insistiré siempre que la edad no debe ser una barrera para hacer todo eso que deseamos y que nos sirve para ser felices: ¿Encontrar el amor de tu vida después de los 40? ¡Claro que es posible!; ¿Identificar tu pasión en la vida después de los 40? ¡Por supuesto que se puede!; ¿Empezar a correr maratones después de los 40 cuando jamás en tu vida habías hecho ejercicio? Suena difícil pero SI SE PUEDE y como prueba hoy tengo el gusto de compartir un artículo escrito por una mujer que ha cambiado su estilo de vida gracias al ejercicio que comenzó a hacer después de los 40.

Elizabeth Pagola es doctora en medicina, maestra y una estudiante insaciable.  Elizabeth es mexicana y vive desde hace varios años con su esposo y sus dos hermosos hijos en EEUU. Tiene muchos talentos, entre ellos la pintura y el canto, pero algo que nunca jamás fue (hasta ahora) es deportista.  A mí eso me consta pues ¡Elizabeth es mi hermana!

Su historia es inspiradora, las dejo que la disfruten y recuerden que nuestra calidad de vida depende de las elecciones que en ésta tomamos.  ¡Las invito a elegir siempre un estilo de vida saludable y a no dejarse vencer nunca por los obstáculos, ya que estos existen solo en nuestra mente!

Soy lo que corro ó “El último es burro”

Por: Elizabeth Pagola

“¿Tú no piensas levantar la mano?” Me preguntó mi amiga al ver que no respondí a la breve encuesta del maestro.  Estábamos en una concurrida clase de teoría musical cuando el maestro, queriendo hacer una analogía, nos preguntó cuántas veces a la semana hacíamos ejercicio. “Para qué hacerlo si lo venden hecho” bromeé.

Esto ocurrió hace unos siete años, cuando aun en mis treinta y más me creía inmortal, y la persona más ocupada del mundo.  Abrumada por mis múltiples actividades contestaba “No tengo tiempo de hacer ejercicio” si la pregunta surgía, y lo acompañaba de alguna buena excusa que sólo yo me tragaba.  Así por mucho tiempo seguía transcurriendo mi sedentaria y poco saludable vida.

Debo aclarar que no soy del tipo “atlético”, sino más bien “bajita”, y mi complexión ha oscilado entre “llenita” y “gordita” desde que tengo memoria.  Digamos que la buena herencia cubana se ha notado siempre en mis curvas.  Sin embargo, no fue la herencia lo que me empezó a cobrar la cuenta, sino mi estilo sedentario de vida.  Conforme me acercaba a los cuarenta años, mi cuerpo empezaba a reclamarme el tiempo no aprovechado.  Hasta los carros necesitan mantenimiento, y yo no había invertido mucho tiempo en mantener mi “máquina” en buen estado.  Ahí les va la lista de algunos de mis achaques: La panza y otras partes bien dotadas de mi cuerpo empezaban a estorbarme.  Me costaba mucho trabajo mantenerme dormida, pasaba mala noche entre cuatro y seis veces por semana.  Me daban calambres en las pantorrillas, y siempre estaba agotada y de mal humor.  Al atardecer me daban calosfríos y una necesidad ansiosa de comer algo dulce, sin importar lo que acabara de comer.  Mi dieta no era según yo tan mala, pero mis exámenes de sangre me colocaron en la categoría de riesgo para enfermedad cardiovascular.  ¿Gripa y tos? Eran mi estado natural “Es que soy de pulmones delicados” afirmaba tontamente.  Vivía en total negación de mi condición hasta que en una ocasión el exceso de tos me llevó al consultorio de un buen amigo.  Con todo el cariño que me tiene me dictó sentencia: “Esto ya es asma, necesitas tratamiento y ejercicio para fortalecerte”.

Creo que la necedad y la negación se vencieron por la confianza en mi brillante doctor, y con todo e inhaladores me dispuse a cambiar.  Para ese entonces ya estaba acostumbrada a caminar, pues paseaba a mis perras, pero tenía que dar el cambio y empezar a correr si quería verdaderamente hacer algo por mí. “Mis papás me enseñaron a dar la cara, y no correr” bromeaba con mi deportista esposo, quien en respuesta a mis tarugadas me inscribió en una carrera de diez millas (16 km) tres meses después.

¡Diez millas! Con los tenis de la talla equivocada (que iba yo a saber de eso) me subí a la corredora el primer día y troté a un paso irrisorio.  Todo me dolía, los pies me punzaban, apenas podía respirar y me rebotaba toda la “carne” a cada paso que daba. “¿En qué carambas me metí?” pensé. La última carrera que había corrido había sido en quinto de primaria, una de esas de “¡El último es burro!” y según  me acuerdo el “burro” no fui, pero estuve cerca.  Antes de ocho minutos tuve que parar pues no podía más.  Me sentía ridícula y derrotada pero a pesar de cómo me sentí, a los dos días regresé.  Eso fue lo más difícil, pero lo hice y nunca me voy a arrepentir de haberlo hecho.

Poco a poco, los ocho minutos de convirtieron en diez, luego en veinte, hasta que pude aguantar una hora seguida trotando.  El día de la carrera terminé las diez millas sin parar, y con el título no oficial de “Reina del Mundo” pues nadie podía borrar la sonrisa de satisfacción de mi boca.  Los calambres en las piernas fueron historia, y el insomnio se fue para no volver.  Todos mis achaques fueron desapareciendo y dejaron en su lugar una bendita adicción: La carrera.  ¿Y lo mejor? ¡No estoy sola! Corriendo he conocido muchas historias como la mía de atletas “veteranas” que empiezan a correr pasados los cuarenta.

Creo que no me había dado cuenta de cómo he cambiado, pero hace unos días recibí un halago inesperado cuando mi jefa se refirió a mí diciendo: “Ella es corredora” y me pidió consejo para empezar a entrenar. ¡Si supiera que hace dos años y medio no podía trotar ni ocho minutos!  Actualmente estoy libre de inhaladores, he competido en varias carreras desde cinco kilómetros hasta tres medio maratones.  Hace unas semanas completé (a mis cuarenta años) el medio maratón (21 km) de Dallas en 2:07 con el mejor paso que he logrado.  Espero en unos días repetir la hazaña en el medio maratón de Houston, y entre mis metas está en este año correr un maratón completo.

Si pudiera hablar con la persona que era hace tres años, jamás creería lo que he logrado. Si yo pude, cualquiera puede hacerlo. Correr me hace feliz, pues lo puedo hacer sola, con mi esposo, o con amigos; no compito contra nadie sino conmigo misma.  Quiero mantenerme en movimiento, feliz y saludable.  Lo hago por mí, por mi familia, y ¿para qué negarlo? ¡Quiero correr tan rápido como muchas amigas de cincuenta y más a las que no les veo ni el polvo!

Tu voz: La amistad a los 40ymás

Amistad, divino tesoro.

Algo que a la mayoría de las mujeres nos sucede después de los 40 es que nos damos cuenta de que la vida es cambio.

Todo, absolutamente todo lo que se encuentra vivo, está sujeto a constantes cambios.  Si algo no cambia continuamente es simple y sencillamente porque está muerto.

Uno de los terrenos en los que notamos cambios infalibles cuando llegamos a los cuarenta es en el de nuestras relaciones, tanto con nuestra familia como con nuestros amigos.  A esta edad redefinimos lo que el amor y la amistad significan para nosotras y experimentamos nuestras relaciones desde una perspectiva diferente.

Hoy tengo el gusto enorme de compartir con ustedes un artículo de Lilyán de la Vega sobre precisamente este tema.

Lilyán es escritora independiente, periodista por vocación y traductora profesional.  Es feminista y ecologista por convicción, y una apasionada bloguera. En abril del 2008 creó su primer blog, “Los cuarenta y sus alrededores”, para hablar sobre la experiencia de entrar en su cuarta década de vida. Le encanta la blogósfera y cuenta, entre sus blogs consentidos, con algunos de poesía. En la actualidad trabaja en su primera novela para niñas y en un libro de poemas. Es mamá desde hace 10 años y lo fue por segunda vez ¡hace apenas 3!

Te amo

Por: Lilyán de la Vega

Tener un amigo es una gran bendición y un privilegio. Y es en esta etapa de mi vida que yo he sentido con más intensidad que nunca la importancia, el valor de la presencia de los amigos en mi camino.

En estos días, he estado reflexionando con varios amigos al respecto del sentimiento tan especial que se da entre nosotros. Y llegué a la conclusión de que lo que siento por mis amigos es amor. Suena obvio, pero no lo es tanto. Resulta que solemos hacer una distinción a la hora de expresar el cariño a un amigo o a una pareja. Al primero le decimos te quiero, al segundo, te amo. Y una de las conclusiones a las que llegamos en estas reflexiones fue que el único sentimiento que existe entre dos seres humanos con un vínculo especial de cuidado, de cariño, de atención, de presencia, de gratitud… es el amor.  Aplica sólo el te amo, el te quiero, se queda tibio.

Si hay un vínculo positivo, hay amor. Si el vínculo es inexistente o se está creando, o es ambiguo, entonces no hay amor, todavía… y entonces aplica el te quiero; pero se me ocurre que aplica en su sentido literal… te quiero como cuando queremos adquirir algo, que en este caso es amor por el otro. Te quiero es como decir te quiero amar… aunque aún no lo haga.

Cada vez me convenzo más de lo mucho que me gusta este barrio. Aprendo tanto, disfruto tanto, me “caen tantos veintes”, se derrumban tantos velos antes mis ojos. Es increíble estar en los 40. ¡Doy gracias de estarlos experimentando!

En este tema por ejemplo, es la primera vez que me pasa. Antes, para mi, amar era sinónimo de sufrimiento… el amor dolía. Y bueno, el gozo de amar y ser amado, bien valía la pena el costo del sufrimiento (¡Qué pensamiento tan limitante!) En estos tiempos, sin embargo, estoy experimentando algo distinto. Estoy viviendo lo que es amar sin que duela… ¡qué maravilla! Y no lo estoy viviendo con una pareja, sino con amigos.

Pensando mucho en ello, llegué a mi conclusión: el amor que sentimos por un amigo es tan puro, porque no está contaminado por otros elementos que se asocian e introyectan cuando hablamos de parejas.  A saber: posesividad, celos, exclusividad, dependencia, y todo tipo de intereses.

Con un amigo, hay la profundiad e intimidad suficiente como para generar un genuino sentimiento de amor, sin esas otras variantes que suelen contaminarlo. Es un amor más gozoso, más transparente. ¡Es tan nutricio!

Y no digo que todas las amistades sean así (ni que todas las relaciones de pareja tengan esa limitante). Los seres humanos somos capaces de experimentar la amistad desde emociones tan perturbadas como las que describí que se asocian al amor de pareja, y por supuesto, también somos capaces de experimentar el verdadero amor en pareja, pero creo que ambos casos son menos comunes de lo deseable.

Ahora, para mi, el reto viene en aprender a relacionarme desde ese lugar con la pareja. Hoy, mirando en retrospectiva, me doy cuenta de lo mal que amé, de lo contaminado que estaba mi amor hacia mis parejas en el pasado. Y pienso que de haber vivido el amor de pareja como hoy vivo el de amigos, mis relaciones habrían sido mucho mejores.

Podría pensar que aprendí tarde. Pero no. Me parece que de no haber vivido todo lo que viví tal y como lo hice, no me habría sido posible aprender las lecciones que aprendí y experimentar otras dimensiones en la forma de amar.

Tu voz: “El síndrome de Simba”

Si bien es cierto que cada una de nosotras tenemos nuestra muy particular forma de vivir los cambios y enfrentar las verdades con las que nos topamos en la vida, son pocas las mujeres que tienen el don maravilloso de usar elocuentemente la palabra escrita para expresar sus sentimientos sobre un tema tan profundo.

Hoy comparto con ustedes una hermosa reflexión de una mujer de 40ymás que lo hace fabulosamente bien: Yolanda Arellano Brun.

Yolanda es comunicóloga de profesión, pero también es muchas cosas más.  Dejo que esta mujeraza sensible y alegre se presente con sus propias palabras: “Me  llamo Yolanda Arellano Brun, nací hace 44 años en la Ciudad de México, lo cual sin duda alguna, me hace poseedora de un cierto grado de locura…

Estudié toda  la vida en colegio de monjas y sistema tradicional de educación.  Al terminar el bachillerato quise ser arquitecta y estudié dos semestres de la carrera hasta que decidí que quería dormir.  Finalmente me titulé como licenciada en Comunicación y trabajé en el área de publicidad, medios y mercadotecnia durante varios años. Actualmente estudio traducción e interpretación y el resto del tiempo lo dedico a mis dos hijos, a mi marido y a hacer lo que me gusta. He vivido algunos años en el Caribe siguiendo a mi esposo en sus proyectos de hotelería. Amo leer, escribir, viajar y conocer diferentes culturas;  el arte, conversar, oir música, el cine, cocinar, y juego tenis aunque bastante mal.”

Las frases favoritas de Yolanda son: “Escucha tus voces interiores antes de que llegues a ser un Don Nadie con éxito” y “A las personas hay que quererlas, no entenderlas”.

El síndrome de Simba

Por: Yolanda Arellano Brun

El Rey León es para mí una de esas películas que encierra una sabiduría sobre circunstancias que todos vivimos en algún momento de nuestras vidas: la desobediencia, la traición, la vergüenza, la culpa, el auto-conocimiento, la evasión, la amistad, los reencuentros, el perdón y por supuesto el amor que al final del día es el centro de todo, el sentimiento maestro.

Ahora bien, quizá ustedes se pregunten ¿Qué es el síndrome de Simba?

Pues bien, para mí este síndrome se da cuando sufrimos el encuentro con una verdad que de frente se nos lanza a la cara y el shock es tal que tenemos que huir para poder digerirla – tal como Simba lo hace tras la muerte de su padre, lleno de culpa, remordimiento y sobre todo de una infinita tristeza.

Es que a veces nos pasan cosas que nos sacuden desde el fondo, y no crean que estoy hablando forzosamente de acontecimientos demasiado traumáticos, no, pueden ser las palabras que alguien nos dice, un programa de televisión, la música, o el voltear a examinar nuestra vida y ver que realmente, y para decirlo en el más entendible de los lenguajes: “La hemos regado gacho” (nos hemos equivocado gravemente).

Es entonces cuando muchos de nosotros salimos disparados buscando alejarnos, con nuestro enojo y vergüenza, porque no queremos ni que nos dé el sol.

Reconozco que para mí el hecho de hacer esto es realmente terapéutico, e invariablemente suceden dos cosas. La primera es que de tanto pensar y pensar puedo lograr un pasito más en el auto-conocimiento y me entiendo un poco más a mí misma, y la segunda es que al igual que Simba encuentro mi versión personal de Rafiki que me recuerda quien soy, las cosas que quiero, las cosas que me importan y las cosas que he determinado que guíen mi vida, que en un mundo tan acelerado y loco y por tantas circunstancias ajenas a mí suelo perder de vista más veces de las que quisiera. Y así finalmente logro darme cuenta de hasta dónde he metido la pata.

Durante todo este proceso paso de sentimiento en sentimiento y una parte de mí me alucina, “me cae gorda”, se enoja conmigo, me regaña, etc., etc., mientras la otra analiza las razones y me da consejos, me entiende, me apapacha y me dice que al final del día yo soy lo mejor que tengo y sólo yo puedo tener la fuerza de enderezar las cosas que no están bien, de regresar y ocupar el lugar que me corresponde en el “Círculo de la vida”; que las cosas buenas y malas que hago son experiencias que me hacen mejor persona, más humana, más comprensiva, más tolerante y que la primera persona a la que debo amar, respetar y perdonar es a mí.

Todo este show es lo que yo llamo “El Síndrome de Simba” y ¿saben qué?… he aprendido que siempre, siempre, vale la pena.