Yo insisto e insistiré siempre que la edad no debe ser una barrera para hacer todo eso que deseamos y que nos sirve para ser felices: ¿Encontrar el amor de tu vida después de los 40? ¡Claro que es posible!; ¿Identificar tu pasión en la vida después de los 40? ¡Por supuesto que se puede!; ¿Empezar a correr maratones después de los 40 cuando jamás en tu vida habías hecho ejercicio? Suena difícil pero SI SE PUEDE y como prueba hoy tengo el gusto de compartir un artículo escrito por una mujer que ha cambiado su estilo de vida gracias al ejercicio que comenzó a hacer después de los 40.
Elizabeth Pagola es doctora en medicina, maestra y una estudiante insaciable. Elizabeth es mexicana y vive desde hace varios años con su esposo y sus dos hermosos hijos en EEUU. Tiene muchos talentos, entre ellos la pintura y el canto, pero algo que nunca jamás fue (hasta ahora) es deportista. A mí eso me consta pues ¡Elizabeth es mi hermana!
Su historia es inspiradora, las dejo que la disfruten y recuerden que nuestra calidad de vida depende de las elecciones que en ésta tomamos. ¡Las invito a elegir siempre un estilo de vida saludable y a no dejarse vencer nunca por los obstáculos, ya que estos existen solo en nuestra mente!
Soy lo que corro ó “El último es burro”
Por: Elizabeth Pagola
“¿Tú no piensas levantar la mano?” Me preguntó mi amiga al ver que no respondí a la breve encuesta del maestro. Estábamos en una concurrida clase de teoría musical cuando el maestro, queriendo hacer una analogía, nos preguntó cuántas veces a la semana hacíamos ejercicio. “Para qué hacerlo si lo venden hecho” bromeé.
Esto ocurrió hace unos siete años, cuando aun en mis treinta y más me creía inmortal, y la persona más ocupada del mundo. Abrumada por mis múltiples actividades contestaba “No tengo tiempo de hacer ejercicio” si la pregunta surgía, y lo acompañaba de alguna buena excusa que sólo yo me tragaba. Así por mucho tiempo seguía transcurriendo mi sedentaria y poco saludable vida.
Debo aclarar que no soy del tipo “atlético”, sino más bien “bajita”, y mi complexión ha oscilado entre “llenita” y “gordita” desde que tengo memoria. Digamos que la buena herencia cubana se ha notado siempre en mis curvas. Sin embargo, no fue la herencia lo que me empezó a cobrar la cuenta, sino mi estilo sedentario de vida. Conforme me acercaba a los cuarenta años, mi cuerpo empezaba a reclamarme el tiempo no aprovechado. Hasta los carros necesitan mantenimiento, y yo no había invertido mucho tiempo en mantener mi “máquina” en buen estado. Ahí les va la lista de algunos de mis achaques: La panza y otras partes bien dotadas de mi cuerpo empezaban a estorbarme. Me costaba mucho trabajo mantenerme dormida, pasaba mala noche entre cuatro y seis veces por semana. Me daban calambres en las pantorrillas, y siempre estaba agotada y de mal humor. Al atardecer me daban calosfríos y una necesidad ansiosa de comer algo dulce, sin importar lo que acabara de comer. Mi dieta no era según yo tan mala, pero mis exámenes de sangre me colocaron en la categoría de riesgo para enfermedad cardiovascular. ¿Gripa y tos? Eran mi estado natural “Es que soy de pulmones delicados” afirmaba tontamente. Vivía en total negación de mi condición hasta que en una ocasión el exceso de tos me llevó al consultorio de un buen amigo. Con todo el cariño que me tiene me dictó sentencia: “Esto ya es asma, necesitas tratamiento y ejercicio para fortalecerte”.
Creo que la necedad y la negación se vencieron por la confianza en mi brillante doctor, y con todo e inhaladores me dispuse a cambiar. Para ese entonces ya estaba acostumbrada a caminar, pues paseaba a mis perras, pero tenía que dar el cambio y empezar a correr si quería verdaderamente hacer algo por mí. “Mis papás me enseñaron a dar la cara, y no correr” bromeaba con mi deportista esposo, quien en respuesta a mis tarugadas me inscribió en una carrera de diez millas (16 km) tres meses después.
¡Diez millas! Con los tenis de la talla equivocada (que iba yo a saber de eso) me subí a la corredora el primer día y troté a un paso irrisorio. Todo me dolía, los pies me punzaban, apenas podía respirar y me rebotaba toda la “carne” a cada paso que daba. “¿En qué carambas me metí?” pensé. La última carrera que había corrido había sido en quinto de primaria, una de esas de “¡El último es burro!” y según me acuerdo el “burro” no fui, pero estuve cerca. Antes de ocho minutos tuve que parar pues no podía más. Me sentía ridícula y derrotada pero a pesar de cómo me sentí, a los dos días regresé. Eso fue lo más difícil, pero lo hice y nunca me voy a arrepentir de haberlo hecho.
Poco a poco, los ocho minutos de convirtieron en diez, luego en veinte, hasta que pude aguantar una hora seguida trotando. El día de la carrera terminé las diez millas sin parar, y con el título no oficial de “Reina del Mundo” pues nadie podía borrar la sonrisa de satisfacción de mi boca. Los calambres en las piernas fueron historia, y el insomnio se fue para no volver. Todos mis achaques fueron desapareciendo y dejaron en su lugar una bendita adicción: La carrera. ¿Y lo mejor? ¡No estoy sola! Corriendo he conocido muchas historias como la mía de atletas “veteranas” que empiezan a correr pasados los cuarenta.
Creo que no me había dado cuenta de cómo he cambiado, pero hace unos días recibí un halago inesperado cuando mi jefa se refirió a mí diciendo: “Ella es corredora” y me pidió consejo para empezar a entrenar. ¡Si supiera que hace dos años y medio no podía trotar ni ocho minutos! Actualmente estoy libre de inhaladores, he competido en varias carreras desde cinco kilómetros hasta tres medio maratones. Hace unas semanas completé (a mis cuarenta años) el medio maratón (21 km) de Dallas en 2:07 con el mejor paso que he logrado. Espero en unos días repetir la hazaña en el medio maratón de Houston, y entre mis metas está en este año correr un maratón completo.
Si pudiera hablar con la persona que era hace tres años, jamás creería lo que he logrado. Si yo pude, cualquiera puede hacerlo. Correr me hace feliz, pues lo puedo hacer sola, con mi esposo, o con amigos; no compito contra nadie sino conmigo misma. Quiero mantenerme en movimiento, feliz y saludable. Lo hago por mí, por mi familia, y ¿para qué negarlo? ¡Quiero correr tan rápido como muchas amigas de cincuenta y más a las que no les veo ni el polvo!